lunes, 17 de junio de 2019

Solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo


Lectura del libro del Génesis 14,18-20

En aquellos días, Melquisedec, rey de Salén, sacerdote del Dios altísimo, sacó pan y vino y bendijo a Abraham, diciendo: «Bendito sea Abraham de parte de Dios el altísimo, creador de cielo y tierra; bendito sea Dios el altísimo, que entregó a tus enemigos en tus manos.»
Y Abraham le dio el diezmo de todo.

Palabra de Dios

Salmo Responsorial. Sal 109,1.2.3.4

R/. Tú eres sacerdote eterno, Señor Jesús.

Oráculo del Señor a mi Señor:
«Siéntate a mi derecha,
y haré de tus enemigos
estrado de tus pies.» R/.

Desde Sión extenderá el Señor
el poder de tu cetro:
somete en la batalla
a tus enemigos. R/.

«Eres príncipe desde el día de tu nacimiento,
entre esplendores sagrados;
yo mismo te engendré, como rocío,
antes de la aurora.» R/.

El Señor lo ha jurado y no se arrepiente:
«Tú eres sacerdote eterno,
según el rito de Melquisedec.» R.

Lectura de la primera carta del apóstol san Pablo a los Corintios 11,23-26

Hermanos:

Yo he recibido una tradición, que procede del Señor y que a mi vez les he transmitido:
Que el Señor Jesús, en la noche en que iban a entregarlo, tomó pan y, pronunciando la acción de gracias, lo partió y dijo:
«Esto es mi cuerpo, que se entrega por ustedes. Hagan esto en memoria mía.»
Lo mismo hizo con el cáliz, después de cenar, diciendo:
«Este cáliz es la nueva alianza sellada con mi sangre; hagan esto cada vez que lo beban, en conmemoración mía.»
Por eso, cada vez que comen de este pan y beben de este cáliz, anuncian la muerte del Señor, hasta que vuelva.

Palabra de Dios

+Lectura del santo evangelio según san Lucas 9,11b-17

En aquel tiempo, Jesús se puso a hablar a la multitud del reino de Dios y curó a los que lo necesitaban.
Caía la tarde, y los Doce se le acercaron a decirle:
«Despide a la gente; que vayan a los pueblos y caseríos de los alrededores a buscar alojamiento y comida, porque aquí estamos en un lugar deshabitado.»
Él les contestó: «Denles ustedes de comer.»
Ellos replicaron:
«No tenemos más que cinco panes y dos peces; a no ser que vayamos a comprar de comer para toda esta gente.»
Porque eran unos cinco mil hombres.
Jesús dijo a sus discípulos:
«Háganlos sentar en grupos de alrededor de cincuenta.»
Lo hicieron así, y todos se sentaron.
Él, tomando los cinco panes y los dos peces, alzó la mirada al cielo, pronunció la bendición sobre ellos, los partió y se los dio a los discípulos para que se los sirvieran a la gente. Todos comieron hasta saciarse, y con lo que sobró se llenaron doce canastas.

Palabra del Señor

La Eucaristía, compartir el pan con Jesús


      Hoy sigue habiendo hambre en el mundo. Y no estoy pensando en el hambre espiritual de que tanto se habla en la Iglesia. Ciertamente hay muchas personas desorientadas, perdidas en el desamor, en la violencia, encerradas en sí mismas, agotadas por las dificultades. Pero es que, además de todo eso, en nuestro mundo hay todavía hambre real, estómagos vacíos o que no saben lo que es llenarse del todo. Muchas de nuestras parroquias siguen repartiendo comida a gente que no tiene recursos para comprarla. Eso no sucede solamente en África o en Asia. Eso sucede en los países más industrializados y ricos. En eso que se llama pomposamente “democracias avanzadas”.
      Por eso, el pan, alimento básico en muchas culturas, es un auténtico sacramento de la vida. El pan y el vino de las culturas mediterráneas, el pan y los peces del Evangelio. Para los que tienen hambre el alimento es la urgencia más absoluta de todas. Todo lo demás puede esperar. Pero el hambre y la sed es necesario satisfacerlas ya mismo. En muchos países se proclaman leyes para atender muchas otras necesidades: desde el respeto a los animales hasta el derecho de los homosexuales a vivir en pareja. Está bien. Todo eso está bien. Pero no podemos olvidar esas urgencias básicas que siguen llamando a nuestra puerta. El hambre y el pan como elemento básico que sacia ese hambre, como signo-sacramento de la vida. Sin él no hay acceso a la vida. Sin él no hay esperanza.
      La Eucaristía es el sacramento del pan, el sacramento de la vida compartida. La Eucaristía es un sacramento lleno de fuerza que nos recuerda nuestra elemental y básica dependencia del alimento. Sin alimento no hay vida. Sin alimento nos llega la muerte. En torno al alimento la familia humana crece, la relación se establece. Compartir el pan ha significado siempre compartir la vida, la amistad, el cariño. Invitar a alguien a nuestra casa significa invitarle a tomar algo, darle de comer.
      Hoy y cada día es Jesús el que nos invita a comer con él y con los hermanos –no hay que olvidar ninguna de las dos dimensiones: con él y con los hermanos, no se da una sin la otra–. Al comer con él, reconocemos nuestra necesidad básica de pan. Al comer con él, nos hacemos de su familia, nuestra fraternidad se reafirma. Al comer con él, su palabra nos llega, con su pan, más hondo al corazón. Al comer con él, podemos soñar que nuestro mundo dividido y roto, se reconcilia y que la humanidad es una sola familia. Al comer con él, nuestro sueño se hace un poco realidad. Al comer con él, tomamos fuerzas para seguir caminando, para seguir comprometidos al servicio del Evangelio, para seguir amando, curando, ayudando y compartiendo. Y, sobre todo, dando de comer a los hambrientos.

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