Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Gálatas 6, 14-18
Hermanos:
Dios me libre de
gloriarme sino es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, en la cual el mundo
está crucificado para mí, y yo para el mundo.
Pues lo que cuenta no es
circuncisión o incircuncisión, sino criatura nueva.
La paz y la misericordia
de Dios vengan sobre todos los que se ajustan a esta norma; también sobre
Israel.
En adelante, que nadie me
venga con molestias, porque yo llevo en mi cuerpo las marcas de Jesús.
La gracia de nuestro
Señor Jesucristo está con su espíritu, hermanos.
Amén.
Palabra de Dios
Palabra de Dios
Salmo
responsorial Sal 15, 1-2ª. 5. 7-8.11
R. El
Señor es el lote de mi heredad
Protégeme, Dios
mío, que me refugio en ti;
Yo digo al Señor: “tú
eres mi bien”.
El Señor es el
lote de mi heredad y mi copa. R.
Bendeciré al Señor
que me aconseja,
hasta de noche me
instruye internamente.
Tengo siempre
presente al Señor:
con él a mi
derecha, no vacilaré. R.
Me enseñarás el
sendero de la vida,
me saciarás de
gozo en tu presencia,
de alegría
perpetua a tu derecha. R.
Aleluya
Gal 2,19-20
Aleluya, aleluya..
Estoy crucificado con Cristo, vivo yo, pero no soy yo, es
Cristo vive en mí.
Aleluya
El que pierda su vida por mi causa, la salvará
+ Lectura del
santo evangelio según san Lucas 9,23-26
En aquel tiempo, dirigiéndose a todos dijo Jesús: «El que
quiera seguirme, que se niegue a sí mismo, cargue con su cruz cada día y se
venga conmigo. Pues el que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que
pierda su vida por mi causa, la salvará. ¿De qué le sirve a uno ganar el mundo
entero, si se pierde o se perjudica así mismo? Quien se avergüence de mí y de
mis palabras, también el Hijo del hombre se avergonzará de él cuando venga con
su gloria, con la del Padre y la de los ángeles santos.
Palabra del Señor
CONSIDERACIÓN III
Aparición del serafín e impresión de las llagas a San
Francisco
En cuanto a la tercera consideración, que es la de la
aparición del serafín y de la impresión de las llagas, se ha de considerar que,
estando próxima la fiesta de la cruz de septiembre (1), fue una noche el
hermano León, a la hora acostumbrada, para rezar los maitines con San
Francisco. Lo mismo que otras veces, dijo desde el extremo de la pasarela:
Domine, labia mea aperies, y San Francisco no respondió. El hermano León no se
volvió atrás, como San Francisco se lo tenía ordenado, sino que, con buena y
santa intención, pasó y entró suavemente en su celda; no encontrándolo, pensó
que estaría en oración en algún lugar del bosque. Salió fuera, y fue buscando
sigilosamente por el bosque a la luz de la luna. Por fin oyó la voz de San
Francisco, y, acercándose, lo halló arrodillado, con el rostro y las manos
levantadas hacia el cielo, mientras decía lleno de fervor de espíritu:
-- ¿Quién eres tú, dulcísimo Dios mío? Y ¿quién soy yo,
gusano vilísimo e inútil siervo tuyo?
Y repetía siempre las mismas palabras, sin decir otra cosa.
El hermano León, fuertemente sorprendido de lo que veía, levantó los ojos y
miró hacia el cielo; y, mientras estaba mirando, vio bajar del cielo un haz de
luz bellísima y deslumbrante, que vino a posarse sobre la cabeza de San
Francisco; y oyó que de la llama luminosa salía una voz que hablaba con San
Francisco; pero el hermano León no entendía lo que hablaba. Al ver esto, y
reputándose indigno de estar tan cerca de aquel santo sitio donde tenía lugar
la aparición y temiendo, por otra parte, ofender a San Francisco o estorbarle en
su consolación si se daba cuenta, se fue retirando poco a poco sin hacer ruido,
y desde lejos esperó hasta ver el final. Y, mirando con atención, vio cómo San
Francisco extendía por tres veces las manos hacia la llama; finalmente, al cabo
de un buen rato, vio cómo la llama volvía al cielo.
Marchóse entonces, seguro y alegre por lo que había visto, y
se encaminó a su celda. Como iba descuidado, San Francisco oyó el ruido que
producían sus pies en las hojas del suelo, y le mandó que le esperase y no se
moviese. El hermano León obedeció y se estuvo quieto esperándole; tan
sobrecogido de miedo, que, como él lo refirió después a los compañeros, en
aquel momento hubiera preferido que lo tragara la tierra antes que esperar a
San Francisco, por pensar que estaría incomodado contra él; porque ponía sumo
cuidado en no ofender a tan buen padre, no fuera que, por su culpa, San
Francisco le privase de su compañía. Cuando estuvo cerca San Francisco, le
preguntó:
-- ¿Quién eres tú?
-- Yo soy el hermano León, Padre mío -respondió temblando de
pies a cabeza.
-- Y ¿por qué has venido aquí, hermano ovejuela? -prosiguió
San Francisco-. ¿No te tengo dicho que no andes observándome? Te mando, por
santa obediencia, que me digas si has visto u oído algo.
El hermano León respondió:
-- Padre, yo te he oído hablar y decir varias veces: «¿Quién
eres tú, dulcísimo Dios mío?» y «¿Quién soy yo, gusano vilísimo e inútil siervo
tuyo?»
Cayendo entonces de rodillas el hermano León a los pies de
San Francisco, se reconoció culpable de desobediencia contra la orden recibida
y le pidió perdón con muchas lágrimas. Y en seguida le rogó devotamente que le
explicara aquellas palabras que él había oído y le dijera las otras que no
había entendido.
Entonces, San Francisco, en vista de que Dios había revelado
o concedido al humilde hermano León, por su sencillez y candor, ver algunas
cosas, condescendió en manifestarle y explicarle lo que pedía, y le habló así:
-- Has de saber, hermano ovejuela de Jesucristo, que, cuando
yo decía las palabras que tú escuchaste, mi alma era iluminada con dos luces:
una me daba la noticia y el conocimiento del Creador, la otra me daba el
conocimiento de mí mismo. Cuando yo decía: «¿Quién eres tú, dulcísimo Dios
mío?», me hallaba invadido por una luz de contemplación, en la cual yo veía el
abismo de la infinita bondad, sabiduría y omnipotencia de Dios. Y cuando yo
decía: «¿Quién soy yo», etc.?, la otra luz de contemplación me hacía ver el
fondo deplorable de mi vileza y miseria. Por eso decía: «¿Quién eres tú, Señor
de infinita bondad, sabiduría y omnipotencia, que te dignas visitarme a mí, que
soy un gusano vil y abominable?» En aquella llama que viste estaba Dios, que me
hablaba bajo aquella forma, como había hablado antiguamente a Moisés. Y, entre
otras cosas que me dijo, me pidió que le ofreciese tres dones; yo le respondí:
«Señor mío, yo soy todo tuyo. Tú sabes bien que no tengo otra cosa que el
hábito, la cuerda y los calzones, y aun estas tres cosas son tuyas; ¿qué es lo
que puedo, pues, ofrecer o dar a tu majestad?» Entonces Dios me dijo: «Busca en
tu seno y ofréceme lo que encuentres». Busqué, y hallé una bola de oro, y se la
ofrecí a Dios; hice lo mismo por tres veces, pues Dios me lo mandó tres veces;
y después me arrodillé tres veces, bendiciendo y dando gracias a Dios, que me
había dado alguna cosa que ofrecerle. En seguida se me dio a entender que
aquellos tres dones significaban la santa obediencia, la altísima pobreza y la
resplandeciente castidad, que Dios, por gracia suya, me ha concedido observar
tan perfectamente, que nada me reprende la conciencia. Y así como tú me veías
meter la mano en el seno y ofrecer a Dios estas tres virtudes, significadas por
aquellas tres bolas de oro que me había puesto Dios en el seno, así me ha dado
Dios tal virtud en el alma, que no ceso de alabarle y glorificarle con el
corazón y con la boca por todos los bienes y todas las gracias que me ha
concedido. Estas son las palabras que has oído y aquel elevar las manos por
tres veces que has visto. Pero guárdate bien, hermano ovejuela, de seguir
espiándome; vuélvete a tu celda con la bendición de Dios. Y ten buen cuidado de
mí, porque, dentro de pocos días, Dios va a realizar cosas tan grandes y
maravillosas sobre esta montaña, que todo el mundo se admirará; cosas nuevas
que Él nunca ha hecho con creatura alguna en este mundo.
Dicho esto, se hizo traer el libro de los evangelios, pues
Dios le había sugerido interiormente que, al abrir por tres veces el libro de
los evangelios, le sería mostrado lo que Dios quería obrar en él. Traído el
libro, San Francisco se postró en oración; cuando hubo orado, se hizo abrir
tres veces el libro, por mano del hermano León, en el nombre de la Santísima
Trinidad; y plugo a la divina voluntad que las tres veces se le pusiese delante
la pasión de Cristo. Con ello se le dio a entender que como había seguido a
Cristo en los actos de la vida, así le debía seguir y conformarse a él en las
aflicciones y dolores de la pasión antes de dejar esta vida (2).
A partir de aquel momento comenzó San Francisco a gustar y
sentir con mayor abundancia la dulzura de la divina contemplación y de las
visitas divinas. Entre éstas tuvo una que fue como la preparación inmediata a
la impresión de las llagas, y fue de este modo: El día que precede a la fiesta
de la Cruz de septiembre, hallándose San Francisco en oración recogido en su
celda, se le apareció el ángel de Dios y le dijo de parte de Dios:
-- Vengo a confortarte y a avisarte que te prepares y
dispongas con humildad y paciencia para recibir lo que Dios quiera hacer en ti.
Respondió San Francisco:
-- Estoy preparado para soportar pacientemente todo lo que mi
Señor quiera de mí.
Dicho esto, el ángel desapareció.
Llegó el día siguiente, o sea, el de la fiesta de la Cruz
(3), y San Francisco muy de mañana, antes de amanecer, se postró en oración
delante de la puerta de su celda, con el rostro vuelto hacia el oriente; y
oraba de este modo:
-- Señor mío Jesucristo, dos gracias te pido me concedas
antes de mi muerte: la primera, que yo experimente en vida, en el alma y en el
cuerpo, aquel dolor que tú, dulce Jesús, soportaste en la hora de tu acerbísima
pasión; la segunda, que yo experimente en mi corazón, en la medida posible,
aquel amor sin medida en que tú, Hijo de Dios, ardías cuando te ofreciste a
sufrir tantos padecimientos por nosotros pecadores.
Y, permaneciendo por largo tiempo en esta plegaria, entendió
que Dios le escucharía y que, en cuanto es posible a una pura creatura, le
sería concedido en breve experimentar dichas cosas.
Animado con esta promesa, comenzó San Francisco a contemplar
con gran devoción la pasión de Cristo y su infinita caridad. Y crecía tanto en
él el fervor de la devoción, que se transformaba totalmente en Jesús por el
amor y por la compasión. Estando así inflamado en esta contemplación, aquella
misma mañana vio bajar del cielo un serafín con seis alas de fuego
resplandecientes. El serafín se acercó a San Francisco en raudo vuelo tan
próximo, que él podía observarlo bien: vio claramente que presentaba la imagen
de un hombre crucificado y que las alas estaban dispuestas de tal manera, que
dos de ellas se extendían sobre la cabeza, dos se desplegaban para volar y las
otras dos cubrían todo el cuerpo.
Ante tal visión, San Francisco quedó fuertemente turbado, al
mismo tiempo que lleno de alegría, mezclada de dolor y de admiración. Sentía
grandísima alegría ante el gracioso aspecto de Cristo, que se le aparecía con
tanta familiaridad y que le miraba tan amorosamente; pero, por otro lado, al
verlo clavado en la cruz, experimentaba desmedido dolor de compasión. Luego, no
cabía de admiración ante una visión tan estupenda e insólita, pues sabía muy
bien que la debilidad de la pasión no dice bien con la inmortalidad de un
espíritu seráfico. Absorto en esta admiración, le reveló el que se le aparecía
que, por disposición divina, le era mostrada la visión en aquella forma para
que entendiese que no por martirio corporal, sino por incendio espiritual,
había de quedar él totalmente transformado en expresa semejanza de Cristo crucificado
(4).
Durante esta admirable aparición parecía que todo el monte
Alverna estuviera ardiendo entre llamas resplandecientes, que iluminaban todos
los montes y los valles del contorno como si el sol brillara sobre la tierra.
Así, los pastores que velaban en aquella comarca, al ver el monte en llamas y
semejante resplandor en torno, tuvieron muchísimo miedo, como ellos lo
refirieron después a los hermanos, y afirmaban que aquella llama había
permanecido sobre el monte Alverna una hora o más. Asimismo, al resplandor de
esa luz, que penetraba por las ventanas de las casas de la comarca, algunos
arrieros que iban a la Romaña se levantaron, creyendo que ya había salido el
sol, ensillaron y cargaron sus bestias, y, cuando ya iban de camino, vieron que
desaparecía dicha luz y nacía el sol natural.
En esa aparición seráfica, Cristo, que era quien se aparecía,
habló a San Francisco de ciertas cosas secretas y sublimes, que San Francisco
jamás quiso manifestar a nadie en vida, pero después de su muerte las reveló,
como se verá más adelante. Y las palabras fueron éstas:
-- ¿Sabes tú -dijo Cristo- lo que yo he hecho? Te he hecho el
don de las llagas, que son las señales de mi pasión, para que tú seas mi
portaestandarte (5). Y así como yo el día de mi muerte bajé al limbo y saqué de
él a todas las almas que encontré allí en virtud de estas mis llagas, de la
misma manera te concedo que cada año, el día de tu muerte, vayas al purgatorio
y saques de él, por la virtud de tus llagas, a todas las almas que encuentres allí
de tus tres Ordenes, o sea, de los menores, de las monjas y de los continentes
(6), y también las de otros que hayan sido muy devotos tuyos, y las lleves a la
gloria del paraíso, a fin de que seas conforme a mí en la muerte como lo has
sido en la vida.
Cuando desapareció esta visión admirable, después de largo
espacio de tiempo y de secreto coloquio, dejó en el corazón de San Francisco un
ardor desbordante y una llama de amor divino, y en su carne, la maravillosa
imagen y huella de la pasión de Cristo. Porque al punto comenzaron a aparecer
en las manos y en los pies de San Francisco las señales de los clavos, de la
misma manera que él las había visto en el cuerpo de Jesús crucificado, que se
le apareció bajo la figura de un serafín. Sus manos y sus pies aparecían, en
efecto, clavados en la mitad con clavos, cuyas cabezas, sobresaliendo de la
piel, se hallaban en las palmas de las manos y en los empeines de los pies, y
cuyas puntas asomaban en el dorso de las manos y en las plantas de los pies,
retorcidas y remachadas de tal forma, que por debajo del remache, que
sobresalía todo de la carne, se hubiera podido introducir fácilmente el dedo de
la mano, como en un anillo. Las cabezas de los clavos eran redondas y negras.
Asimismo, en el costado derecho aparecía una herida de lanza,
sin cicatrizar, roja y ensangrentada, que más tarde echaba con frecuencia
sangre del santo pecho de San Francisco, ensangrentándole la túnica y los
calzones. Lo advirtieron los compañeros antes de saberlo de él mismo,
observando cómo no descubría las manos ni los pies y que no podía asentar en
tierra las plantas de los pies, y cuando, al lavarle la túnica y los calzones,
los hallaban ensangrentados; llegaron, pues, a convencerse de que en las manos,
en los pies y en el costado llevaba claramente impresa la imagen y la semejanza
de Cristo crucificado.
Y por mucho que él anduviera cuidadoso de ocultar y disimular
esas llagas gloriosas, tan patentemente impresas en su carne, viendo, por otra
parte, que con dificultad podía encubrirlas a los compañeros sus familiares,
mas temiendo publicar los secretos de Dios, estuvo muy perplejo sobre si debía
manifestar o no la visión seráfica y la impresión de las llagas. Por fin,
acosado por la conciencia, llamó junto a sí a algunos hermanos de más confianza,
les propuso la duda en términos generales, sin mencionar el hecho, y les pidió
su consejo. Entre ellos había uno de gran santidad, de nombre hermano Iluminado
(7); éste, verdaderamente iluminado por Dios, sospechando que San Francisco
debía de haber visto cosas maravillosas, le respondió:
-- Hermano Francisco, debes saber que, si Dios te muestra
alguna vez sus sagrados secretos, no es para ti sólo, sino también para los
demás; tienes, pues, motivo para temer que, si tienes oculto lo que Dios te ha
manifestado para utilidad de los demás, te hagas merecedor de reprensión.
Entonces, San Francisco, movido por estas palabras, les
refirió, con grandísima repugnancia, la sobredicha visión punto por punto,
añadiendo que Cristo durante la aparición le había dicho ciertas cosas que él
no manifestaría jamás mientras viviera (8).
Si bien aquellas llagas santísimas, por haberle sido impresas
por Cristo, eran causa de grandísima alegría para su corazón, con todo le
producían dolores intolerables en su carne y en los sentidos corporales. Por
ello, forzado de la necesidad, escogió al hermano León, el más sencillo y el
más puro de todos, para confiarle su secreto; a él le dejaba ver y tocar sus
santas llagas y vendárselas con lienzos para calmar el dolor y recoger la
sangre que brotaba y corría de ellas. Cuando estaba enfermo, se dejaba cambiar
con frecuencia las vendas, aun cada día, excepto desde la tarde del jueves
hasta la mañana del sábado, porque no quería que le fuese mitigado con ningún
remedio humano ni medicina el dolor de la pasión de Cristo que llevaba en su
cuerpo durante todo ese tiempo en que nuestro Señor Jesucristo había sido, por
nosotros, preso, crucificado, muerto y sepultado. Sucedió alguna vez que,
cuando el hermano León le cambiaba la venda de la llaga del costado, San
Francisco, por la violencia del dolor al despegarse el lienzo ensangrentado,
puso la mano en el pecho del hermano León; al contacto de aquellas manos
sagradas, el hermano León sintió tal dulzura, que faltó poco para que cayera en
tierra desvanecido.
Finalmente, por lo que hace a esta tercera consideración,
cuando terminó San Francisco la cuaresma de San Miguel Arcángel, se dispuso,
por divina inspiración, a regresar a Santa María de los Ángeles. Llamó, pues, a
los hermanos Maseo y Ángel y, después de muchas palabras y santas enseñanzas,
les recomendó aquel monte santo con todo el encarecimiento que pudo,
diciéndoles que le convenía volver, juntamente con el hermano León, a Santa
María de los Ángeles. Dicho esto, se despidió de ellos, los bendijo en nombre
de Jesucristo crucificado y, condescendiendo con sus ruegos, les tendió sus
santísimas manos, adornadas de las gloriosas llagas, para que las vieran,
tocaran y besaran. Dejándolos así consolados, se despidió de ellos y emprendió
el descenso de la montaña santa (9).
En alabanza de Cristo.
Amén.
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