Lectura del libro de la Sabiduría 1, 13-15; 2, 23-24
Dios no hizo la muerte
ni goza destruyendo los vivientes.
Todo lo creó para que existiera;
las criaturas del mundo son saludables:
no hay en ellas veneno de muerte,
ni el Abismo impera en la tierra.
Porque la justicia es inmortal.
Dios creó al hombre para la inmortalidad
y lo hizo imagen de su propio ser;
pero la muerte entró en el mundo
por la envidia del Diablo;
y sus seguidores tienen que sufrirla.
Palabra de Dios.
Salmo responsorial: Salmo 29, 2 y 4. 5-6. 11 y 12a y 13b (R.: 2a)
R. Te ensalzaré, Señor, porque me has librado.
Te alabaré, Señor, porque me has librado
y no has dejado que mis enemigos se rían de mí.
Señor, sacaste mi vida del abismo,
me hiciste revivir cuando bajaba a la fosa. R.
Canten al Señor, fieles suyos,
den gracias a su Nombre santo;
su cólera dura un instante;
su bondad, de por vida;
al atardecer nos visita el llanto;
por la mañana, el júbilo. R.
Escucha, Señor, y ten piedad de mí;
Señor, socórreme.
Cambiaste mi luto en danzas.
Señor, Dios mío, te daré gracias por siempre. R.
Lectura de la segunda carta del apóstol san Pablo a los Corintios 8, 7. 9. 13-15
Hermanos:
Ya que tienen abundancia de todo: en la fe, en la palabra, en el conocimiento, en el empeño y en el cariño que nos tienen, tengan también abundancia de esta generosidad.
Porque ya saben lo generoso que fue nuestro Señor Jesucristo: siendo rico, se hizo pobre por nosotros para enriquecernos con su pobreza.
Pues no se trata de aliviar a otros, pasando ustedes estrecheces; se trata de lograr la igualdad. En el momento actual, su abundancia remedia la falta que ellos tienen; y un día, la abundancia de ellos remediará su falta; así habrá igualdad.
Es lo que dice la Escritura: «Al que recogía mucho no le sobraba; y al que recogía poco no le faltaba».
Palabra de Dios.
Lectura del santo evangelio según san Marcos 5, 21-43
En aquel tiempo, Jesús atravesó de nuevo en barca a la otra orilla, se le reunió mucha gente a su alrededor, y se quedó junto al lago. Se acercó un jefe de la sinagoga, que se llamaba Jairo, y, al verlo, se echó a sus pies, rogándole con insistencia:
—«Mi niña está en las últimas; ven, pon las manos sobre ella, para que se cure y viva».
Jesús se fue con él, acompañado de mucha gente que lo apretujaba.
Había una mujer que padecía flujos de sangre desde hacía doce años. Muchos médicos la habían sometido a toda clase de tratamientos, y se había gastado en eso toda su fortuna; pero, en vez de mejorar, se había puesto peor. Oyó hablar de Jesús y, acercándose por detrás, entre la gente, le tocó el manto, pensando que con sólo tocarle el vestido curaría.
Inmediatamente se secó la fuente de sus hemorragias, y notó que su cuerpo estaba curado. Jesús, notando que había salido fuerza de él, se volvió en seguida, en medio de la gente, preguntando:
—«¿Quién me ha tocado el manto?».
Los discípulos le contestaron:
—«Ves como te apretuja la gente y preguntas "¿Quién me ha tocado?"».
Él seguía mirando alrededor, para ver quién había sido. La mujer se acercó asustada y temblorosa, al comprender lo que había pasado, se le echó a los pies y le confesó todo. Él le dijo:
—«Hija, tu fe te ha curado. Vete en paz y con salud».
Todavía estaba hablando, cuando llegaron de casa del jefe de la sinagoga para decirle:
—«Tu hija se ha muerto. ¿Para qué molestar más al maestro?».
Jesús alcanzó a oír lo que hablaban y le dijo al jefe de la sinagoga:
—«No temas; basta que tengas fe».
No permitió que lo acompañara nadie, más que Pedro, Santiago y Juan, el hermano de Santiago. Llegaron a casa del jefe de la sinagoga y encontró el alboroto de los que lloraban y se lamentaban a gritos. Entró y les dijo:
—«¿Qué estrépito y qué lloros son éstos? La niña no está muerta, está dormida».
Se reían de él. Pero él los echó fuera a todos y, con el padre y la madre de la niña y sus acompañantes, entró donde estaba la niña, la cogió de la mano y dijo:
—«Talitha qumi» (que significa: «Contigo hablo, niña, levántate»).
La niña se puso en pie inmediatamente y echó a andar; tenía doce años. Y se quedaron viendo visiones.
Les insistió en que nadie se enterase; y les dijo que dieran de comer a la niña.
Palabra del Señor.
Homilía
Homilía
Muchas curaciones y unas
cuantas revivificaciones realizó Jesús entre sus milagros. El Evangelio de hoy
nos trae una curación y una revivificación conectadas entre sí. Se trata de la hijita de Jairo, que muere
mientras el Señor se retrasa en la curación de la hemorroísa (Mc. 5, 21-43).
Sucedió que al llegar
Jesús con los Apóstoles a Cafarnaún, al bajar de la barca se le acercó mucha
gente. Entre la muchedumbre estaba el
jefe de la sinagoga, llamado Jairo, quien le pide muy preocupado: “Mi hijita está
muy grave. Ven a poner tus manos sobre
ella para que se cure y viva”. Mientras
comenzó su camino junto con Jairo, el gentío seguía a Jesús y muchos lo tocaban
y lo estrujaban.
Entre éstos una mujer que
desde hacía 12 años sufría un flujo de sangre tan grave que había gastado todo
su dinero en médicos y medicinas, pero iba de mal en peor. Ella, llena de fe y esperanza en el único que
podía curarla, se metió en medio de la multitud, pensando que si al menos
lograba tocar el manto de Jesús, quedaría curada. Corrió un riesgo esta mujer, pues según los
conceptos judíos era “impura” y contaminaba a cualquiera que tocara, por lo
cual no debía mezclarse con el gentío, mucho menos tocar a Jesús. Por ello toca el manto, “pensando que con
sólo tocar el vestido se curaría”. ¡Así
sería de fuerte su fe!
Ella no sabía realmente
quién era Jesús, pero tenía fe que la curaría.
Todas estas consideraciones explican la tardanza de la mujer para salir
adelante e identificarse ante Jesús, que pedía saber quién le había tocado el
manto.
En efecto, nos cuenta el
Evangelio que el Señor sintió que un poder milagroso había salido de El, por lo
que preguntó -como si no lo supiera- quién le había tocado el manto. Se detuvo hasta que logró que la mujer se
identificara. Y al tenerla postrada
frente a El, le reconoce la fortaleza de su fe cuando le dice: “Tu fe te ha salvado”.
Notemos que el Señor no
le dice que su fe la había “sanado”, sino que la había “salvado”. Y es así, porque toda sanación física en que
reconocemos la intervención divina -y en todas interviene Dios, aunque no nos
demos cuenta- no sólo sana, sino que salva.
La sanación física no es lo más importante: es como una añadidura a la
salvación. Si no hay cambio interior del
alma, por la fe y la confianza en Dios, de poco o nada sirve la sanación física
para el bienestar espiritual.
En cuanto a las
curaciones, otra cosa importante de revisar son las muchas maneras cómo Dios
sana. Unas veces puede sanar en forma
directa y milagrosa, como este caso de la hemorroísa: con sólo tocarlo. Otras veces usa medios materiales, como el
caso del ciego, cuando tomó tierra la mezcló con saliva e hizo un barro que
untó en los ojos del ciego. Otras veces
no usa ningún medio, sino su palabra o su deseo. Unas veces sana de lejos, como al criado del
Centurión. Unas veces sana enseguida,
otras veces progresivamente, como el caso de los 10 leprosos, que se dieron
cuenta que iban sanando mientras iban por el camino a presentarse a las
autoridades.
Lo importante es saber
que en toda sanación interviene Dios, aunque ni médicos ni pacientes lo
consideren, es así: Dios sana directa o indirectamente. Toda sanación es un milagro en que Dios
permanece anónimo... si no nos queremos dar cuenta de su intervención.
Y cuando no hay sanación
física, debemos saber que también Dios está interviniendo. Y hay que tener
cuidado, porque las actitudes equivocadas que tengamos ante enfermedades
-propias o de personas cercanas- pueden ser motivo de muchos males
espirituales, debido a las actitudes de rebeldía y de rechazo con que tengamos
ante ellas. Pero, aceptadas en
Dios; es decir: aceptando la voluntad de
Dios, aceptando lo que El tenga dispuesto en su infinita Sabiduría, las
enfermedades pueden ser causa de muchos bienes espirituales. Tal es el caso de un San Ignacio de Loyola,
por ejemplo, quien se convirtió -y llegó a ser el Santo que es- mientras estaba
convaleciente de una herida de guerra en su pierna.
Volviendo al Evangelio: a
todas éstas, ¡cómo estaría Jairo de impaciente por el retraso! Y, en efecto, en el mismo momento en que la
hemorroísa está postrada ante Jesús, avisan que ya su hijita había muerto. Por cierto, la niña tenía 12 años de edad, el
mismo tiempo que tenía la mujer con hemorragias. Jesús, entonces, prosigue el camino hacia la
casa de Jairo, pero discretamente, con Pedro, Santiago y Juan. Notemos que
Jesús trataba esconder los milagros más impresionantes. Con esto evitaba el ser considerado como
candidato a un mesianismo político y temporal, muy distinto de su mesianismo
divino y eterno.
Al llegar a la casa,
aplaca a todo el mundo y declara que la niña no está muerta, sino que
duerme. Saca a todos fuera, y sólo
delante de los tres discípulos y de los padres de la niña, la hizo volver del
sueño de la muerte.
Para el Señor la muerte es como un sueño. Para El es tan fácil levantar a alguien de un
sueño, como lo será, el levantarnos a todos de la muerte.
Y de ese “sueño” nos
despertará cuando vuelva para realizar la resurrección de todos los
muertos. Esta niña volvió a la vida
terrena, a la misma vida que tenía antes de morir. Todas las revivificaciones realizadas por el
Señor -la del Lázaro, la del hijo de la viuda de Naím y ésta- son ciertamente
milagros muy grandes. Pero mayor milagro
será cuando a todos nosotros nos haga volver a una vida gloriosa, cuando nos
resucite en el último día. Y será en
forma instantánea, en “un abrir y cerrar de ojos” (1 Cor. 15, 51-52).
Volveremos a vivir, pero
no como estos tres del Evangelio, que volvieron a la misma vida que tenían
antes. Cuando el Señor nos resucite en
la otra vida, volveremos a vivir, pero en una nueva condición: con cuerpos
incorruptibles, que ya no se enfermarán, ni sufrirán, ni envejecerán, sino que
serán cuerpos gloriosos similares al de Jesús después de su resurrección. Más importante aún, nuestros cuerpos
resucitados serán ya inmortales: ya no volverán a morir.
En la Primera Lectura
(Sb. 1, 13-16; 2, 23-24), se nos explica el origen de la muerte. La condición
en que Dios creó a los primeros seres humanos, nuestros progenitores, era de
inmortalidad y de total sanidad: no había ni enfermedades, ni muerte. Pero, nos dice esta lectura del Libro de la
Sabiduría, que la muerte entró al mundo debido al pecado y a “la envidia del
diablo”.
Sin embargo, sabemos que
solamente experimentarán la muerte eterna quienes estén alineados con el
diablo, pues resucitarán para la condenación y estarán separados de Dios para
siempre. Pero quienes estén alineados con
Dios, ciertamente tendrán que pasar por la muerte física, que no es más que la
separación de alma del cuerpo –y eso por un tiempo. Pero después de la resurrección, vivirán para
siempre (cfr. Jn. 5, 28-29; Hb. 9, 27). Y vivirán en un gozo y una felicidad
tales, que nadie ha logrado describir aún.
(cfr. 2 Cor 12, 4)
La Segunda Lectura (2
Cor. 8, 7.9.13-15) nos habla de
solidaridad. San Pablo organiza una
colecta en favor de los cristianos de Jerusalén que se encontraban pasando
penurias debido a la malas cosechas en el año anterior, “año sabático”, en que
los judíos no sembraban, pues debían dejar descansar la tierra.
San Pablo recuerda a los
que tienen más, que su abundancia remediará las carencias de los que tienen
menos. Y que los que no tienen en algún
momento ayudarán a los que ahora tienen.
Sin duda esto puede ser interpretado como aquel adagio popular: “hoy por
ti, mañana por mí”. Pero también se
trata de que el compartir bienes materiales con los que poco tienen, enriquece
con gracias espirituales a los que sí los tienen. Es así como el ejercicio de la solidaridad
enriquece espiritualmente al que da, porque de esa manera “guarda tesoros para
el cielo” (Mt. 6, 19-21).
Y para estimular a los
Corintios y a nosotros a ser generosos, San Pablo nos recuerda cómo Cristo,
“siendo rico, se hizo pobre por ustedes, para que ustedes se hicieran ricos con
su pobreza”.
Sin duda se refiere San
Pablo, no sólo a la condición de pobreza material de Jesús, sino también a lo
que en otra oportunidad comunicó en su carta a los Filipenses (Flp. 2, 5-8):
que Cristo, a pesar de su condición divina nunca hizo alarde de ser Dios y se
rebajó (se hizo pobre) hasta pasar por un hombre cualquiera y llegó a rebajarse
hasta la muerte y una muerte de cruz, la más humillante muerte que podía haber
para alguien en su época.
Esa “pobreza” de Cristo,
ese rebajarse hasta parecer ser un cualquiera, esa “pobreza” por la que murió,
nos ha hecho a nosotros “ricos”, muy ricos,
en gracias espirituales. Porque
por la redención que obró con su muerte en cruz nos hizo herederos de una
riqueza infinita, que no se acaba nunca y que dura para siempre: la Vida
Eterna.