jueves, 7 de agosto de 2008

Domingo XIX del Tiempo Ordinario -A-


Lectura del libro primero de los Reyes 9a. 11-13a.
En aquellos días, cuando Elías llegó al Horeb, el monte de Dios, se metió en una cueva donde pasó la noche. El Señor le dijo: “Sal y ponte de pie en el monte ante el Señor. ¡El Señor va a pasar!”.
Vino un huracán tan violento que hacía temblar las montañas y hacía trizas la peñas delante del Señor; pero el Señor no estaba en el viento. Después del viento, vino un terremoto; pero el Señor no estaba en el terremoto. Después del terremoto, vino un fuego; pero el Señor no estaba en el fuego. Después del fuego, se oyó una brisa tenue; al sentirla, Elías se tapó el rostro con el manto, salió afuera y se quedó de pie a la entrada de la cueva.
                                                                           Palabra de Dios. 


Salmo 84
R.- Muéstranos, señor, tu misericordia y danos tu salvación.


Voy a escuchar lo que dice el Señor: Dios anuncia la paz a su pueblo y a sus amigos. La salvación está ya cerca de sus fieles, y la gloria habitará en nuestra tierra. R.-
La misericordia y la fidelidad se encuentran, la justicia y la paz se besan; la fidelidad brota de la tierra, y la justicia mira desde el cielo. R.-
El Señor nos dará la lluvia, y nuestra tierra dará su fruto. La justicia marchará ante él, la salvación seguirá sus pasos. R.-

Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Romanos 9, 1-5

Hermanos: Les hablo con toda verdad en Cristo; mi conciencia, iluminada por el Espíritu Santo, me asegura que no miento. Siento una gran pena y un dolor incesante, pues por el bien de mis hermanos, los de mi raza según la carne, quisiera incluso ser un excluido de la compañía de Cristo. Ellos descienden de Israel, fueron adoptados como hijos, tienen la presencia de Dios, la alianza, la ley, el culto y las promesas. Suyos son los patriarcas, de quienes, según la carne, nació el Mesías, el que está por encima de todo: Dios bendito por los siglos. Amén.
                                                                            Palabra de Dios. 

+ Lectura del santo evangelio según san Mateo 14, 22-33

En aquel tiempo, inmediatamente después de la multiplicación de los panes, Jesús ordenó a sus discípulos que subieran a la barca y se le adelantaran a la otra orilla, mientras él despedía a la gente. Y, después de despedir a la gente, subió al monte a solas para orar. Llegada la noche, estaba allí solo. Mientras tanto, la barca iba ya muy lejos de tierra, sacudida por las olas, porque el viento era contrario.
De madrugada se les acercó Jesús, andando sobre el agua. Los discípulos, viéndole andar sobre el agua, se asustaron y gritaron de miedo, pensando que era un fantasma. Jesús les dijo en seguida:
“¡Ánimo, soy yo, no tengan miedo!”.
Pedro le contestó:
“Señor, si eres tú, mándame ir hacia ti andando sobre el agua”.
Él le dijo:
“Ven”.
Pedro bajó de la barca y comenzó a caminar sobre el agua, acercándose a Jesús; pero, al sentir la fuerza del viento, le entró miedo, empezó a hundirse y gritó:
“Señor, sálvame”.
En seguida Jesús extendió la mano, lo agarró y le dijo:
“¡Qué poca fe! ¿Por qué has dudado?”.
En cuanto subieron a la barca, se calmó el viento. Los de la barca se postraron ante él, diciendo:
“Verdaderamente eres Hijo de Dios”.
                                                                     Palabra del Señor. 

¡SEÑOR, SALVAME!

La fe en Jesús se apoya en su propia persona, en su palabra, no en hechos extraordinarios. Hoy, Jesús nos dice: “¡Ánimo, soy yo, no tengan miedo!”. Hoy como ayer, la presencia y la palabra de Jesús comunica confianza y seguridad.
Un mensaje muy actual. Abundan las "ofertas" de los más variados movimientos "pseudo-religiosos". Hay para todos los gustos, incluso los más extravagantes y peligrosos. “El mercado" es prometedor: son muchos los espíritus confundidos -cuando no enfermizos- que sólo buscan lo extraordinario, lo esotérico, lo maravilloso y milagrero para creer en "algo", para “cogerse" de algo.
Durante la tempestad, la figura de Jesús aparece borrosa: “es un fantasma", dijeron. En las borrascas de la vida, el dolor, la confusión, el miedo, deforman la visión y arrancan gritos de desesperación. Atrapados en la desesperación no se logra escuchar la palabra que da la paz.
Pedro se deja fascinar por el atractivo de caminar sobre las aguas. También el cayó en la trampa de apoyarse en lo "extraordinario", en lo espectacular, y no en la palabra de Jesús que le habrá dicho: "¡Ven!". En pocos instantes, pasará del entusiasmo a la duda; como a nosotros, la "violencia del viento" (los problemas, el sufrimiento, las tentaciones de la vida) lo frena y lo hace tambalear. Sin embargo, Pedro pasó de la duda a la confianza. Vio que se hundía y "grito", llamó a Jesús: "Señor, sálvame".
Incorporemos a nuestra oración cotidiana esta sencilla y profundísima invocación. Es una aclamación de alabanza a Jesús, cuyo poder salvador se reconoce. Es una súplica humilde, ya que reconocemos nuestra fragilidad, nuestra inconstancia, nuestra impotencia para afrontar solos los tormentos de la vida. Jesús no deja que Pedro se hunda: "le tendió la mano y lo sostuvo".

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