Lectura
del primer libro de los Reyes 19,
4-8
En aquellos días, Elías
continuó por el desierto una jornada de camino, y, al final, se sentó bajo una
retama y se deseó la muerte:
—«¡Basta, Señor! ¡Quítame
la vida, que yo no valgo más que mis padres!».
Se echó bajo la remata y
se durmió. De pronto un ángel lo tocó y le dijo:
—«¡Levántate, come!».
Miró Elías, y vio a su
cabecera un pan cocido sobre piedras y un jarro de agua. Comió, bebió y se
volvió a echar. Pero el ángel del Señor le volvió a tocar y le dijo:
—«¡Levántate, come!, que
el camino es superior a tus fuerzas».
Elías se levantó, comió y
bebió, y, con la fuerza de aquel alimento, caminó cuarenta días y cuarenta
noches hasta el Horeb, el monte de Dios.
Palabra
de Dios.
Salmo
responsorial: Salmo 33, 2-3. 4-5. 6-7. 8-9 (R.: 9a)
R.
Gustad y ved qué bueno es el Señor.
Bendigo al Señor en todo
momento,
su alabanza está siempre
en mi boca;
mi alma se gloría en el
Señor:
que los humildes lo
escuchen y se alegren. R.
Proclamad conmigo la
grandeza del Señor,
ensalcemos juntos su
nombre.
Yo consulté al Señor, y
me respondió,
me libró de todas mis
ansias. R.
Contempladlo, y quedaréis
radiantes,
vuestro rostro no se
avergonzará.
Si el afligido invoca al
Señor, él lo escucha
y lo salva de sus
angustias. R.
El ángel del Señor acampa
en torno a sus fieles y
los protege.
Gustad y ved qué bueno es
el Señor,
dichoso el que se acoge a
él. R.
Lectura
de la carta del apóstol san Pablo a los Efesios 4, 30—5, 2
Hermanos:
No pongáis triste al
Espíritu Santo de Dios con que él os ha marcado para el día de la liberación
final.
Desterrad de vosotros la
amargura, la ira, los enfados e insultos y toda la maldad. Sed buenos,
comprensivos, perdonándoos unos a otros como Dios os perdonó en Cristo.
Sed imitadores de Dios,
como hijos queridos, y vivid en el amor como Cristo os amó y se entregó por
nosotros a Dios como oblación y víctima de suave olor.
Palabra
de Dios.
+ Lectura
del santo evangelio según san Juan 6, 41-51
En aquel tiempo, los
judíos criticaban a Jesús porque había dicho: «Yo soy el pan bajado del cielo»,
y decían:
—«No es éste Jesús, el
hijo de José? ¿No conocemos a su padre y a su madre? ¿Cómo dice ahora que ha
bajado del cielo?».
Jesús tomó la palabra y
les dijo:
—«No critiquéis. Nadie
puede venir a mí, si no lo atrae el Padre que me ha enviado.
Y yo lo resucitaré el
último día.
Está escrito en los
profetas: "Serán todos discípulos de Dios".
Todo el que escucha lo
que dice el Padre y aprende viene a mí.
No es que nadie haya
visto al Padre, a no ser el que procede de Dios: ése ha visto al Padre.
Os lo aseguro: el que
cree tiene vida eterna.
Yo soy el pan de la vida.
Vuestros padres comieron en el desierto el maná y murieron: éste es el pan que
baja del cielo, para que el hombre coma de él y no muera.
Yo soy el pan de vivo que
ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre.
Y el pan que yo daré es
mi carne para la vida del mundo».
Palabra
del Señor.
Después del milagro de la
multiplicación de los panes y los peces, hubo personas que comenzaron a buscar
a Jesús con más interés y a hacerle preguntas importantes sobre lo que Dios
quería de ellos, pero siempre requerían de un signo ¡cómo si no fueran
suficientes los milagros que iba realizando por donde pasaba!
En una de esas conversaciones
con Jesús se refirieron al maná que comieron sus antepasados en el
desierto. Jesús les habló de otro “pan”,
muy superior al maná, porque quien lo comiera no moriría. Ellos le pidieron a Jesús que les diera de
ese pan “que baja del cielo y da vida al mundo” (Jn. 6, 24-35). Llegó a un punto el diálogo en que Jesús les
dijo que El mismo era ese “pan”: “Yo soy el Pan de Vida que ha bajado del
Cielo”.
Pero ... ¡gran escándalo! El Evangelio de hoy (Jn. 6, 41-51) nos trae
las murmuraciones que hicieron los que oyeron a Jesús hablar de ese “pan”: “¿No
es este Jesús, el hijo de José? ¿Acaso
no conocemos a su padre y a su madre?
¿Cómo es que nos dice ahora que ha bajado del Cielo?”
Tenían que
escandalizarse, porque no tenían fe, mucho menos la confianza que viene con la
fe. No confiaron en la palabra de Jesús
y enseguida se pusieron a revisar de dónde había venido. Y, guiados por sus propios razonamientos,
concluyeron que Jesús no podía haber venido del Cielo.
A veces nosotros también
confiamos más en nuestros razonamientos que en las cosas “imposibles”, que sólo
se entienden y se aceptan en fe. Como la
Eucaristía, ese “Pan” bajado del Cielo.
A simple vista es una
oblea de harina de trigo. Pero esa
hostia consagrada es ¡nada menos! que Jesucristo, con todo su ser de hombre y
todo su ser de Dios. Y es nuestro
alimento, un alimento “especial”.
Pero para creer hace
falta la fe. Cierto que la fe es un
regalo que Dios nos da, pero -como todo regalo- hay que recibirlo y
usarlo. La fe hay que ejercitarla. ¿Cómo?
Creyendo las cosas que sabemos que Dios nos ha revelado, como que al
comulgar recibimos a Jesús. ¿Lo vemos? No. Pero
lo creemos. Eso es la fe.
Ese alimento que es
Cristo en la Eucaristía es un alimento “especial” porque nos da Vida Eterna. Bien le dice Jesús a sus interlocutores: “Sus
padres comieron el maná en el desierto y sin embargo murieron. Este es el Pan que ha bajado del Cielo, para
que, quien lo coma, no muera ... Y el que coma de este Pan vivirá para
siempre”.
Gran regalo que nos ha
dejado el Señor: se entrega El mismo
para ser alimento de nuestra vida espiritual, y para ser alimento para la Vida
Eterna.
Así fue para el Profeta
Elías, recibió un alimento que le dio fuerza para resistir una larga travesía
hasta el monte santo de Dios, el Monte Horeb, a pesar de que antes de comerlo
se encontraba sin fuerzas, casi muriendo.
Nos cuenta la Primera
Lectura de hoy (1 R 19, 4-8) que Elías estaba moribundo en el desierto. Pero Dios envió un Ángel que lo despertó para
darle comida. Y “con la fuerza de aquel
alimento caminó cuarenta días y cuarenta noches hasta el Horeb, el monte de
Dios”.
Ese alimento divino que
restauró las fuerzas de Elías para realizar esa travesía por el desierto hasta
llegar al monte de Dios, recuerda el alimento eucarístico que nos da a nosotros
fuerza para realizar el viaje hacia la eternidad, viaje que -por cierto- ya
hemos comenzado todos los que vivimos en esta tierra.
En el Antiguo Testamento
hay varias prefiguraciones del Pan Eucarístico, entre ellas las más conocida
tal vez sea la del maná. Pero este
pasaje en la vida del Profeta Elías también nos recuerda la Eucaristía.
Pero, adicionalmente,
esta circunstancia en la vida del gran Profeta Elías puede aplicarse a aquéllos
que se sienten muy fuertes, física y/o espiritualmente, y piensan que nunca van
a estar debilitados o que nunca deben sentirse débiles o reconocerse débiles.
Las insuficiencias
físicas y los abatimientos espirituales son experiencias muy útiles para sentir
nuestra debilidad, debilidad que es característica de los seres humanos, pero
que suele ser tan rechazada, disimulada o escondida.
Al sabernos y reconocernos
débiles, insuficientes, Dios puede mostrarse en nosotros. Bien lo dice San Pablo, en una de sus citas
memorables: “Por eso me alegro cuando me
tocan enfermedades, persecuciones y angustias:
¡todo por Cristo! Cuando me
siento débil, entonces soy fuerte (2 Cor. 12, 10).
Y es también San Pablo
quien en la Segunda Lectura de hoy (Ef. 4,30-5,2) nos recuerda que debemos
vivir “amando como Cristo que nos amó y se entregó por nosotros, como ofrenda y
víctima”. Se entregó por nosotros en la
cruz y se entrega a nosotros en cada Eucaristía, memorial de su Pasión, Muerte
y Resurrección.
Si El nos ama así ¡cómo
no retribuir en “algo” ese amor!
amándolo a El, primero que todo y amándonos entre nosotros como El nos
enseña a amarnos, no sólo evitando las maldades de que nos habla San Pablo en
esta Segunda Lectura, sino también dando la vida.
Y dar la vida no
significa llegar a morir por los demás, como Cristo, aunque se han dado y se
siguen dando casos de martirios genuinos.
Dar la vida significa, también, pensar primero en procurar el bien de
los demás y luego en el propio ... Y puede ser que hasta se llegue a olvidar el
bien propio. ¿Imposible? Muchos lo han hecho. Algunos aún lo hacen. No es imposible.
Recordemos, pues, que la fuente de donde recibimos las
gracias para poder actuar como Cristo, en entrega de amor a Dios y a los demás,
está en la Eucaristía, que es –como
hemos dicho- el alimento para nuestro viaje a la eternidad.
Pero somos testigos de
cómo -lamentablemente- en nuestros días sucede como en tiempos de Jesús.
¿Quiénes creen realmente
que es Dios mismo presente en esa oblea de harina de trigo? ¿Cuántos son los que creen en este
“Sacramento de nuestra Fe”? O … ¿cuántos
son los que en verdad lo aprovechan debidamente, los que lo reciben dignamente?
Veamos bien: para que la Sagrada Comunión o Eucaristía nos
aproveche como está previsto por Dios, es cierto que es indispensable la fe en
este increíble misterio. Esta es una disposición
de nuestro entendimiento: creer lo que,
en apariencia, no es lo que verdaderamente es.
Pero también hacen falta
otras disposiciones de nuestra voluntad.
Se requiere someter nuestra voluntad a la Voluntad de Dios. Es decir, debemos hacer Su Voluntad, pues con
esto lo estamos amando, y al amarlo, El, mora en nosotros.
“Quien permanece en el
Amor, en Dios permanece, y Dios en él” (1 Jn. 4, 16).
Si alguien me ama
guardará mis palabras y mi Padre lo amará y vendremos a él para hacer nuestra
morada en él” (Jn. 14, 23)
Mira que estoy a la
puerta y llamo. Si alguien escucha mi
voz y me abre, entraré a su casa a comer.
Yo con él y él conmigo” (Ap. 3, 20).
Y cuando el alma se
entrega de veras a Dios y a Su Voluntad, Cristo en la Comunión realiza cosas
maravillosas, pues es Dios mismo, Quien viene al alma con su Divinidad, su
Amor, su fortaleza, todas sus riquezas, para ser su luz, su camino, su verdad,
su sabiduría, su redención.
Imaginemos qué no puede
hacer el mismo Dios en un alma que se deja hacer de El. ¿A cuánto puede llegar esa acción de Dios en
el alma? Si en el Comunión el alma se
une a Cristo, El va transformando poco a poco al alma en El.
Porque la Eucaristía es
un alimento muy “especial”, pues no funciona como los demás alimentos. Cuando ingerimos los demás alimentos, éstos
son asimilados por nuestro organismo y pasan a formar parte de nuestro cuerpo y
de nuestra sangre. Cuando recibimos a
Cristo en la Eucaristía, es al revés:
nosotros nos asimilamos a El. Es
un alimento que nos va transformando en El.
Los Padres de la Iglesia
han hecho notar esta diferencia que hay entre el alimento material que mantiene
la vida del cuerpo y el alimento espiritual que es el Pan Eucarístico.
Nos unimos a El y nos
hacemos con El un solo cuerpo y una sola carne” (San Juan Crisóstomo).
“No hace otra cosa la
participación del Cuerpo y la Sangre de Cristo sino trocarnos en aquello mismo
que tomamos” (San León Magno).
Más categórico aun es San
Agustín, quien pone estas palabras en boca de Cristo: “Yo soy el pan para los
fuertes. Ten fe y cómeme. Pero no me cambiarás en ti, sino que tú serás
transformado en Mí”.
Pero no puede ser otro
que Santo Tomás de Aquino quien dé una explicación aún más detallada y precisa
de cómo funciona este Sacramento: “Quien asimila el manjar corporal, lo
transforma en sí; esa transformación repara las pérdidas del organismo y le da
el desarrollo conveniente. No así en el
alimento eucarístico, que, en vez de transformarse en el que lo toma,
transforma en Sí al que lo recibe. De
ahí que el efecto propio de ese Sacramento sea transformar de tal modo al
hombre en Cristo, que pueda con toda verdad decir: ‘Vivo yo, mas no yo, sino
que vive Cristo en mí’ (Gal. 2, 20)”
Esto quiere decir que
cuando Cristo viene a nosotros en la Comunión –y lo recibimos con las
disposiciones convenientes- vamos cambiando, pareciéndonos cada vez más a
Cristo. Así, nuestra manera de pensar,
de sentir, de actuar se va asemejando cada vez más a la de Cristo.
Si no sucede así, no hay
“comunión”. Recibimos a Cristo con
nuestra boca. Pero eso no basta, pues
tenemos que unirnos a El en el pensamiento, en el sentir, en la voluntad, con nuestro
cuerpo, con nuestra alma (entendimiento y voluntad) y con nuestro corazón.
Así, nuestra vida humana
podrá participar de su vida divina, de manera que sea El y no nuestro “yo” el
principio que guíe nuestra existencia y nos conduzca por la travesía que nos
lleva a la Vida Eterna.
“El Cuerpo y la Sangre de
nuestro Señor Jesucristo guarde nuestras almas para la Vida Eterna”, dice el
Sacerdote antes de tomar el Pan y el Vino consagrados y de repartirlo a los
comulgantes.
Bien claro pone esto la
Liturgia de la Iglesia en la oración después de la Comunión el Domingo 24 del
Tiempo Ordinario:
“La gracia de esta
comunión, Señor, penetre en nuestro cuerpo y en nuestro espíritu, para que sea
su fuerza, no nuestro sentimiento, quien mueva nuestra vida”.
Sólo así podrá ser Cristo
Quien viva en nosotros y no nosotros mismos, según la expresión de San Pablo a
los Gálatas (cf. Gal. 2, 20).
Así, la presencia divina
de Jesús, recibido en la Comunión Eucarística puede impregnar nuestro ser tan
íntimamente, que podemos llegar a ser cada vez más semejantes a Cristo.
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